Ojos Rosas

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Esta mañana, de nuevo, no puedo evitar perderme en la extrañeza de aquella mirada. En la profunda abismalidad de esos ojos rosados y brillantes que me miran de regreso a través del espejo, por entre mis negros cabellos y hasta lo profundo de mi ser. ¿Rosas? ¿Por qué son rosas estos ojos que no me atrevo a llamar míos? ¿Por qué soy la única cuyo reflejo la mira con ojos rosas?

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Todas las mañanas me pierdo en la mirada del espejo mientras mecánicamente cepillo mi cabello, que negro y lacio se niega a tomar forma alguna y cae cual cascada sobre mis hombros huesudos. −¿Angeline? Termina rápido que hay que ir al colegio.

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La voz de mi madre anunció su presencia sacándome de mi inseidad. Tan perdida estaba en esa mirada que no escuchaba el barullo familiar que llenaba mi casa. Desde la tetera a punto de silbar, las suaves agitaciones del periódico, que mi padre seguramente leía de nuevo en la cocina, hasta las risillas pequeñuelas de mi hermanita revoloteando por la casa, llenándola de alegría.

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Mi madre cruzó al cuarto directo hasta la ventana y abrió las cortinas dejando pasar la encandilante luz de la mañana antes de voltear a verme con sus ojos marrones. Ella estaba lista para salir. Sus rubios cabellos cortos se enrulaban apenas llegando hasta la mitad de su cuello y su traje negro y blusa blanca le aportaban profesionalidad y autoridad a la figura de una mujer delgada y de baja estatura.

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−Ya casi termino − le dije, dejando el cepillo sobre la mesa y resignándome a atar con un moño violeta los largos cabellos que me imponían su deseo de permanecer entre el espejo y yo. Mi madre se acercó con una tierna caricia a mi mejilla.

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−Te ves linda, no olvides los lentes de contacto. Salió de mi habitación hacia la cocina mientras seguía hablando conmigo.

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−¡Es tu primer día en secundaría! Hoy puedes elegir si tendrás ojos verdes, azules, marrones o… −¿Y si quiero tener los ojos rosas?−

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Le interrumpí preguntando con un grito ahogado, temerosa tanto de preguntar cómo de no hacerlo. Mi madre siempre había sido ofusca en cuanto al tema de los ojos rosas, ¿de dónde venían?, ¿qué eran?, ¿por qué tenía que ocultarlos?; eran todas preguntas que con sutileza maternal esquivaba a tal frecuencia que incluso me hacía olvidar preguntarle de nuevo.

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−Creo que celestes te quedarían lindos, Angeline…-

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Dijo desde la cocina con una firmeza implícita que me hizo dudar de la razón de mi propio cuestionamiento.

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Un silencio breve, pero incómodo y por ende largo, terminó de sellar el tema. Mejor fui a ponerme el uniforme, incluyendo los lentes de contacto celestes. Cuando salía de mi cuarto camino al desayuno me asaltó la ternura de mi hermanita, quien corriendo vino a abrazarme. Tenía menos de la mitad de mi edad y si acaso un tercio de mi tamaño.

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Mientras mi piel era pálida y lisa, la suya tenía cierto tono anaranjado y estaba llena de pecas tan juguetonas como ella. Mientras mi cabello era liso y largo, sus rojos rizos eran apenas más largos que los de mamá y mucho más vibrantes. Mientras yo era callada y atenta, ella era parlanchina y un tornado. Eso sí, los mismos ojos rosados, que me miraban en aquel espejo ella también los tenía. La abrace con gran cariño, cargándola y zarandeándola juguetonamente para que no notase que la llevaba hasta la mesa para sentarse a desayunar.

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Entre risas y carcajadas me insistía que jugáramos mostrando su juguete favorito, un dije en forma de mariposa que servía de llave para un muy viejo libro de mamá y que desde bebé la acompañaba a todos lados. Es tan alegre mi hermanita. A veces juro que cuando la veo jugar, danzando risueña, es como si trazara pinceladas de luz turquesa en el aire.

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Un par de veces lo comente, pero creo que solo estos ojos rosados ven sus bellas luces.

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Ya sabiendo lidiar con ella la convencí de sentarse mientras mamá servía las dos tazas de café y dos leches chocolatadas. Papá servía huevos con tocino para él y mamá, panqueques para la pequeña Katherine y una combinación de ambas para mí, pues si bien no era tan pequeña, tampoco era tan grande. El desayuno siguió como habitualmente, con risas y alegrías familiares, más ahora que papá había vuelto tras una de las largas ausencias que ser un gendarme le implicaba.

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Pero si bien me esforcé por disfrutar de la presencia de mi amada familia, había otra presencia que no dejaba de angustiarme, una presencia ausente, extraña. Ya fuera el reflejo en la cuchara, en el plato o en las ventanas, los ojos rosados me angustiaban.

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No tardamos en partir mamá y yo en la camioneta. Papá aún tenía un par de días con nosotras, así que cuidaría a la picará Katherine que se salió con la suya faltando al jardín. El viaje al colegio, a pesar de ser uno nuevo y empezando secundaría, me es en extremo cotidiano. Mientras mamá da la cátedra del primer día de secundaria, no puedo evitar perderme de nuevo en el angustiante reflejo que me regresa la mirada, transparentado por calles, parques y edificios que dejamos atrás.

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Cuando llegamos me despido de mamá con un beso, ambas nos deseamos un buen día, y bajo hacia la concurrida escuela por cuya puerta veo una intimidante avalancha de jóvenes dispersos que no se si entran o salen.

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− Angeline Clara Caufield!

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Antes de alejarme mamá me llama y me detiene tocando mi hombro, al voltearme me dice las palabras que en mi corta vida más me aliviaron pero más me llenaron de nuevas angustias.

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− Hoy a la tarde, te cuento todo sobre tus ojos, te amo.

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Con un beso en la frente me mandó a enfrentar el temor de todo lo que esos ojos podían ser o no. Toda emoción o duda por aquel primer día palideció ante las maquinaciones que, incesante, generaba sobre lo que esos ojos podían llegar a ser. Incluso hoy, cuando trato de recordar aquel primer día de escuela no puedo más que ahondar en todas las ideas que aparecieron en mi mente sobre esos ojos y nada sobre lo ocurrido en el mundo físico de la escuela. Ni el lugar donde me senté, los apuntes que tomé o los amigos con los que platiqué. Todo eso fue automático mientras mi verdadero yo estaba abstraído, perdido en un precioso abismo de infinitas posibilidades. Un cielo nocturno donde cada estrella era otra posibilidad de lo que podría ser.

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De pronto, y sin saber cómo, estaba bajando del autobús a unas calles de casa. Mamá salía tarde del trabajo por lo que no podía pasar a buscarme. Ella volvería en la tarde, pero aun así, las ansias de esa respuesta me hicieron correr a casa maravillada, o al menos así fue por las primeras calles. Cuanto más me acercaba a casa, más me daba cuenta que saber la verdad sobre esos ojos implicaba que ese cielo nocturno se desvaneciera dejando una sola estrella. El ver esa única estrella, era la muerte de millardos de constelaciones… era la muerte del cielo entero.

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Mis pasos casi se detuvieron en seco. Para cuando pude divisar la esquina de mi casa mi alegre correr se había convertido en una apagada caminata llena de duda, tan ensimismada que presté poca atención a tenues luces violáceas que se tendían cual hilos a merced del aire.

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Al dar vuelta en esa esquina, me llené de terror por lo que vi. Me apresuré pasando por el marco de la puerta, de la cual no quedaban más que astillas regadas por toda la casa. Clavadas en los muros o esparcidas por el suelo. Los muebles estaban por doquier y había marcas de quemaduras arañando las paredes. Pase la cocina y vi una mancha de sangre a lo largo del suelo. Se extendía cual brochazo hasta el fondo del pasillo donde mi padre luchaba por respirar.

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Por un instante no pude reaccionar, permanecí perpleja, congelada, mientras veía a mi padre arrastrarse hacia la pared al fondo del pasillo, luchando por sentarse recargado contra la pared. Tan envuelto estaba en ese rojo dolor que no se había percatado de mi presencia. Cuando alcanzó la pared, logró darse vuelta tortuosamente, y tras un quejido su mirada encontró la mía, sus ojos verdes vacíos de brillo, y que poco a poco perdían su matiz. El débil palpitar de ese encuentro me permitió reaccionar, él trató de llamarme, pero en lugar de mi nombre lo que salió de sus labios fue un borbotón de sangre, manchando todo su pecho y la débil mano con la que fútilmente trataba de sostener su herida. Corrí hacia él, más me detuve antes de que mi cuerpo comenzara a moverse, no necesitaba que sostuviera su mano, lo que necesitaba…

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−¡El botiquín!

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Movida más por la responsabilidad que por el miedo de que papá muriera, corriendo llegué hasta el baño al fondo del pasillo, y abriendo el botiquín saqué una venda y algún algodón. Por la idea de que un poco de presión salvaría a mi padre, apresuradamente lo vendé. Cosa que solo causó más dolor, al punto de que papá dejó de jadear y con temblores sacudió sus extremidades. En un intento de aliviarlo, pasé mi mano por su frente. Esta quedó empapada de sudor, y aunque intenté transmitirle la mayor calma con mis ojos, su mirada tan solo la logró llenar de angustia. Al ver el color de su mirada mi boca se secó, y mi corazón aceleró, así que cuando mi voz emergió, no fue nada más que un débil murmullo. Mi mirada se centró en sus ojos, esos ojos verdes vacíos, sin vida, que aún su mirada, muy tenue y asustada, lograba enternecer en cierta medida. Pero lo que capturó por completo mi atención fue la oscuridad que los rodeaba. El temor que me apresó, me congeló en mis acciones, y una vez más no pude hacer más que observar el vacío.

Retrato de una joven con ojos rosas y cabello negro